La inteligencia artificial ya no solo genera imágenes o redacta textos. Ahora, simula sociedades enteras. En entornos digitales donde miles de “agentes” autónomos interactúan entre sí, gobiernos, universidades y empresas están ensayando políticas públicas, mercados e incluso comportamientos colectivos.
Este artículo explora cómo las simulaciones sociales agénticas se han convertido en un nuevo laboratorio ético y político. Su potencial es enorme, para planificar ciudades, anticipar crisis o diseñar instituciones más justas, pero también plantea desafíos sobre transparencia, sesgos y sostenibilidad.
De la observación al experimento: una revolución silenciosa
Durante años, las ciencias sociales dependieron de encuestas y modelos estadísticos para explicar fenómenos complejos: migraciones, consumo u opinión pública. Pero en 2023, un proyecto de Stanford cambió el paradigma. El experimento Generative Agents: Interactive Simulacra of Human Behavior mostró 25 agentes dotados de memoria, motivación y razonamiento viviendo en un pequeño pueblo digital. No seguían reglas prediseñadas: planificaban sus días, conversaban, recordaban y se influenciaban mutuamente. Ese trabajo, dirigido por Joon Park y Michael Bernstein, marcó el inicio de una nueva etapa: las simulaciones donde los modelos de lenguaje ya no son asistentes, sino actores de una sociedad artificial.
En 2025, DeepMind amplió la escala con Genie 3, un “modelo del mundo fundacional” capaz de generar entornos interactivos en tiempo real. Lo que antes era un juego de laboratorio se convirtió en una plataforma para investigar economía, ecología o gobernanza.
Qué aportan las simulaciones sociales agénticas
El atractivo de estas herramientas es doble. Primero, permiten observar dinámicas sociales emergentes: cómo surgen la cooperación, el rumor o la polarización sin programarlos explícitamente. Segundo, posibilitan probar políticas sin afectar vidas reales.
El Alan Turing Institute aplica estos entornos para modelar transporte urbano y políticas ambientales. Los resultados ayudan a prever congestión, impacto energético y cambios de hábitos antes de modificar infraestructuras.
En paralelo, el MIT Media Lab experimenta con comunidades simuladas que difunden desinformación o aprenden a filtrarla, proporcionando datos para campañas de alfabetización mediática.
En la práctica, estos sistemas amplían la escala experimental de las ciencias sociales: lo que antes exigía meses de campo ahora se reproduce en días, con cientos de escenarios alternativos.
El entusiasmo razonable: de herramienta científica a brújula social
El entusiasmo por las simulaciones agénticas no es solo técnico. Representan una promesa política: entendernos mejor como especie.
“Podemos observar consecuencias sociales sin causar daño real.” Sandra Wachter, Universidad de Oxford (2024)
En campos como la salud pública, la educación o el cambio climático, los agentes virtuales permiten ensayar decisiones difíciles. La OECD estima que más de 40 programas nacionales ya integran IA en la modelización social, desde escenarios de empleo hasta respuesta a pandemias.

Este tipo de IA se convierte así en una brújula ética: permite imaginar políticas más justas y evaluar efectos colaterales antes de aplicarlas. Su verdadero valor está en ofrecer consecuencias simuladas que inviten a pensar, no en predecir el futuro con precisión.
Los puntos ciegos del laboratorio invisible
Sin embargo, los riesgos son tangibles.
- El sesgo de diseño: los agentes heredan los prejuicios del lenguaje y de quienes los programan. Un entorno mal calibrado puede replicar desigualdades de género o etnia.
- La falta de transparencia: según AlgorithmWatch, menos del 30 % de los proyectos publican su código o parámetros de comportamiento.
- El riesgo de validación errónea: las simulaciones no son el mundo real. Si se interpretan como oráculos, pueden legitimar políticas sin suficiente evidencia.
También existe el costo ambiental: el entrenamiento y ejecución de estos modelos requieren grandes recursos computacionales. La IEA estima que los centros de datos dedicados a IA consumirán un 8 % de la electricidad mundial en 2026.
El laboratorio invisible, si no se gestiona bien, podría transformarse en un nuevo foco de desigualdad y huella ecológica.
Gobernanza emergente y regulación
La regulación todavía camina detrás de la innovación. La Unión Europea discute incluir las simulaciones sociales dentro del AI Act, clasificándolas como sistemas de “riesgo medio-alto” por su capacidad de influir en políticas y percepciones colectivas. El NIST AI Risk Framework 1.0 de Estados Unidos sugiere principios de trazabilidad y control humano en cada bucle de decisión, una idea especialmente relevante para entornos autónomos.
Sin embargo, no existe todavía una taxonomía de responsabilidad: ¿Quién responde si una simulación produce decisiones erradas que afectan políticas reales? Los expertos proponen un modelo de “responsabilidad compartida” entre diseñadores, operadores y entidades usuarias, acompañado de auditorías externas.
Recomendaciones para una ética experimental
- Exigir trazabilidad y apertura parcial. Toda simulación pública debería registrar su arquitectura, datos base y límites de acción. No es necesario abrir todo el código, pero sí garantizar reproducibilidad.
- Evaluar impacto ambiental y social. Antes de ejecutar proyectos a gran escala, medir consumo energético y riesgo de sesgos. Las métricas del NIST ofrecen un punto de partida.
- Crear un registro global de simulaciones agénticas. Permitiría documentar objetivos, métodos y resultados para evitar duplicaciones y usos indebidos.
- Incorporar revisión ética interdisciplinaria. Sociólogos, filósofos y expertos en derechos digitales deben participar desde el diseño, no solo en la evaluación posterior.
- Fomentar el uso educativo y ciudadano. Pequeños entornos abiertos pueden servir para enseñar pensamiento sistémico y responsabilidad digital en universidades y gobiernos locales.
Hacia 2030: la década de los mundos posibles
Todo indica que hacia 2030 veremos ecosistemas de agentes interconectados capaces de negociar, planificar y ejecutar tareas complejas. La frontera entre simulación y acción se volverá difusa.
La cuestión no será si las simulaciones pueden imitar lo humano, sino si podemos aprender de ellas sin delegar nuestro juicio.
En el mejor escenario, estas herramientas servirán para anticipar crisis, diseñar ciudades sostenibles o experimentar modelos de cooperación. En el peor, podrían convertirse en cajas negras que justifiquen políticas inhumanas. Depende de cómo, quién y para qué las usemos.
